domingo, 5 de febrero de 2012

El día a día

Mis viajes son muy simples. Son de una tal simplicidad que hay que ser un verdadero sinvergüenza, más que un desvergonzado, para contarlo.

Todo empieza por la mañana, después de haber dormido mucho. Que se entienda, no me considero gandul, sólo pienso que el despertador es uno de los peores enemigos de la salud. Pero en estas épocas del año se puede dormir lo que el cuerpo pide, y al mismo tiempo madrugar. Así que he podido observar la salida del sol a diario. Eso me hace sentir bien, dicen los muy entendidos que eso carga de energías positivas. En realidad, me siento bien porque me permite pensar que no soy un dormilón.

Después de una serie de actividades cotidianas, la tienda esta empaquetada y la bici cargada, lista para partir. Nunca desayuno entonces, tengo poca hambre y hace fresco. Es mejor pedalear un ratito sin comer para entrar en calor y quemar el exceso de calorías del día anterior, digamos una hora, quizás dos, a veces tres. Llego a un pueblo acogedor y me paro, ciertamente con hambre. Como bastante fuerte, pan con mantequilla, mermelada, queso y después unos yogures. Tras un paseo por el pueblo vuelvo a pedalear un ratito, parando de vez en cuando, un par de horas más, quizás tres. Con la broma han dado las dos y media, normalmente las tres del horario oficial.

Vuelvo a tener hambre. Si el pueblo es acogedor pienso que es el momento de hacer una ensalada completa. Para ello hay que encontrar un lugar para sentarse y una fuente. Hay veces que no encuentro fuente, o que existe fuente pero no da agua. Entonces me pongo de mal humor, y antes de empezar a decir pestes del pueblo, me voy para el siguiente.

Mi estrategia consiste en sentarme en la plaza del pueblo, si puede ser poco accesible a los coches pero concurrida por sus habitantes. Mi aspecto, con cara de cansado y el pelo enmarañado, no es precisamente muy risueño, pero tengo la esperanza de atraer al lugareño para charlar de cualquier cosa, banalidades. Este método, si bien da sus efectos, tampoco es del todo satisfactorio. Normalmente sólo se acercan a mi algunos chiquillos, para curiosear, y también algún abuelo, al que he usurpado el único banco con sombra. Claro que esto no debería extrañarme, puesto que en casa siempre me dicen que soy como un niño con esto de la bici; excepto cuando me quejo un poco, entonces soy un cascarrabias, como un viejo. Pero esto de comer de lo que llevo es tan sólo mi ideal. Después llegan los días que llueve, que hace frío, y yo soy un fundamentalista muy flojucho, un vegetariano al que le tienta la carne, y también entro en bares y restaurantes. A veces, incluso constato que se come bien.

Tras la comida llega el mejor momento del día. El sol está bastante bajo, no molesta, el aire es fresco, y yo ya no observo el paisaje desde una perspectiva poética, lo observo de un modo mucho más materialista. Viendo como es el territorio que voy a atravesar, tengo que pensar cual será el mejor sitio para acampar: Arriba en el collado? Abajo en el valle? Ya iremos viendo.

Una vez la tienda está montada, no queda mucha luz. Yo ya tengo una edad, y siempre llevo conmigo una silla trípode que me permite relajar las piernas mientras paso el rato. Como no hace mucho tiempo que he comido, y total, por lo que he trabajado durante el día, mi cena consiste en unas avellanas o un trozo de pan con queso. Pero eso cuesta de pasar, y no hay nada mejor que un vaso de vino, que además me hidrata del sol recibido a lo largo del día. Unas galletas se comen sin hambre, pero se necesita otro vaso de vino. Después hay que tomar el postre. Yo siempre llevo alguna golosina, un poco de chocolate negro. Para eso va muy bien tomar algo de licor, maceración de hierbas o de bayas. En este viaje, con la proximidad de la navidad, vi en casa una botellita de whisky extraviada que puse a buen recaudo dentro de las alforjas. Un vasito reconforta el organismo y, ni que decir tiene, también el espíritu. Así va pasando el tiempo, es noche cerrada pero nunca son más de las ocho de la tarde, y uno piensa en lo bonito que es vivir y todas esas cosas. De repente viene como un escalofrío. Uno lleva encima toda la ropa de que dispone, y aunque no hace un frío glacial, hay un poco de humedad y empieza a calar. Entonces, antes de entrar a la tienda, es preferible tomar otro vasito de licor, va mucho mejor.

Una vez dentro del saco leo un poco, enciendo el teléfono un minuto: todo bien, sí sí, no, no hace frío. Y a dormir un buen rato.

Foto: Descanso en Yeste

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