Últimamente me estoy aficionando a los paisajes áridos, y ya he hecho varias incursiones en la provincia de Teruel. Hay quien ve mucha belleza en estos paisajes. Yo reconozco que me cuestan un poco, he crecido y he sido educado en un lugar donde aridez quedaba automáticamente asociada a miseria, y esto cuesta de cambiar. Para mí, Murcia y Almería son países ciertamente áridos. Pero he de admitir que los paisajes áridos se muestran tal como son, simples y desnudos, no tienen nada que esconder, y se puede aprender mucho de ellos, yo el primero.
Así que una vez en Cabo de Gata, no me supuso ningún problema enfocar la mirada hacia el norte y darle la espalda al sol. Además, hay un factor añadido. Yo estoy anclado en el pasado, cuando los románticos de finales del siglo XIX mitificaban la montaña, donde habitaba el hombre puro, el pastor, mientras los del llano eran mercaderes con nariz afilada y campesinos pobres de espíritu. En realidad, la dialéctica se encontraba más bien entre el campo y la ciudad, y por eso yo hago mi película particular, mi distinción se realiza entre la costa, la extensión vacacional y pensionística de la ciudad (con discotecas y chiringuitos de todo tipo) y las tierras del interior, el mundo esencialmente rural. Claro que también distingo entre el regadío (con propietarios con cara de pocos amigos y muchos emigrantes acojonados) y el secano, donde habitan hombres y mujeres tenaces y sacrificados, enraizados en la tierra. Toda una teoría, que aunque sé que no es cierta, todavía no he podido verificar su falsedad, y me gusta que siga siendo la base con la que enfocar mis viajes.
Poco a poco me fui adentrando en el interior. Y no me defraudó. Ya a partir de Níjar todo era de un rural más amable y las carreteras eran muy tranquilas. Y a partir de Partaloa la atmósfera se fue haciendo más y más nítida. En Oria ya me sentía del todo confortable. En contrapartida, el ambiente se enfrió. Benamaurel me gustó mucho, y a partir de ahí traspasé uno de los lugares más bonitos en los que he estado nunca. Se trata de un plano inclinado con ondulaciones, situado entre el monte Javalcón y las sierras del norte. Es un terreno yesoso, poco fértil y más bien árido, pero de una belleza exquisita. Me lo hice venir bien para pasar la noche allá enmedio. Al día siguiente la visibilidad era inmejorable, y en la lejanía se divisaba una montaña muy singular: Monte Sagra, decía el mapa. Caramba, debería cruzar por ahí, debe ser muy bonito. Así que me pasé buena parte del día viendo el Monte Sagra por los cuatro costados, empezó a soplar un vientecillo bueno del norte, y el ambiente se enfrió todavía un poquito más. Luego vino la bajada del cañón del río Zumeta (que tiene poco que envidiar al río Tarn), y poco a poco fui de vuelta a las tierras bajas de Murcia, donde el ambiente volvió a caldearse y el sol volvió a pegar de valiente.
Foto: Monte Javalcón |
Foto: Monte Sagra |
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